miércoles, 24 de septiembre de 2025

Desde ayer, en este clima de ejercicios espirituales para sacerdotes, dirigidos por Don Carlos Santos, obispo auxiliar de Monterrey, un hombre profundamente enamorado de la Palabra de Dios que, con su sencillez, nos acerca en cada reflexión a la tarea de reformar nuestra vida para reestrenar la vocación y el ministerio sacerdotal y llevarla a metas más altas de santidad, he pensado mucho en el envío. De hecho ayer comentaba con él cómo Jesús, al enviar a predicar a los apóstoles, no es que se hubiera hecho de un gran equipo de hombres letrados o eruditos... Pedro lo había negado; Santiago y Juan querían solucionar un problema bajando fuego del cielo; Felipe no entendía mucho y había pedido a Nuestro Señor que le mostrara al Padre; Bartolomé, como buen «israelita», seguramente era más «cuadrado» que nada; Mateo tenía un trabajo poco digno, al colaborar con el imperio invasor... y así por el estilo. 

Hoy el Evangelio (Lc 9,1-6) nos refiere que estos hombres, elegidos por Él, conferidos de su Gracia, son enviados a predicar y a realizar signos en su Nombre. A pesar de ser como son, no necesitan más que la Gracia para su misión de ser constructores, anticipadores del Reino entre los hombres. Ciertamente la de ser enviados no es una misión fácil. Y menos en una época como la actual, marcada por un anhelo multicultural de vivir en la opulencia, en una búsqueda frenética de un confort que parece nunca satisfacerse. Las tentaciones, las falsas seguridades del poder o del dinero, se hacen presentes en medio del camino de los enviados, haciendo ver que sin cosas innecesarias que se presentan como del todo necesarias, no se puede evangelizar.

El ejemplo de los Doce, pecadores perdonados que hacen comunidad reconciliados y agradecidos, y que no hacen otra cosa que transmitir y compartir con sencillez su propia experiencia de haberse dejado alcanzar por Cristo nos debe animar, porque todos somos enviados participando de la apostolicidad de la Iglesia. La orden dada a los Doce al ser enviados, vale también, aunque de manera diversa, para todos los cristianos. No necesitamos más que la Gracia de Dios. «Te basta mi gracia» (2 Cor 12,9), le dijo el Señor a San Pablo. «Ni morral, ni comida, ni dinero...». A nosotros también nos envía el Señor a proclamar la Buena Nueva aprendiendo una de las características fundamentales de la comunidad creyente: la confianza en su Providencia. Dirijamos nuestra mirada hacia María Santísima, enviada a ser la Madre de la Iglesia, la Madre de los enviados con un corazón abierto a la confianza. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 23 de septiembre de 2025

TU MADRE Y TUS HERMANOS TE BUSCAN... Un pequeño pensamiento para hoy


Gran parte del día —excluyendo a los monjes de clausura— el sacerdote se encuentra rodeado de gente. Un considerable tiempo de su día lo pasa en el templo y en la oficina, atendiendo asuntos pastorales y no tan pastorales. Digo esto porque me viene imaginar a Jesús, por la escena evangélica de hoy y otras más, rodeado siempre de gente, mucha gente. Recuerdo una vez que estaba ante el Santísimo, en un rato de adoración entre Misa y Misa de domingo y llegó una señora a decirme: «Fulanita tiene una sobrina en su casa y quiere que vaya ahorita a verla porque se puso muy grave… ¡Yo le cuido el Santísimo para que vaya!… ¡Qué tantas cosas no le pasarían a Jesús con la gente que incluso no le quedaba tiempo ni para comer por atender a tantos y tantos!

En este Evangelio de hoy (Lc 8,19-21), Jesús aparece rodeado de mucha gente. Así es, como digo, la vida de un sacerdote. En medio de esa muchedumbre, alguien se acerca a Nuestro Señor y le dice: «Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte». De inmediato Jesús aprovecha la ocasión para dejar una gran enseñanza: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra De Dios y la ponen en práctica». ¿Cuánta de esa gente realmente escuchaba a Jesús? ¿Cuántos de esos buscaban poner en práctica lo que escuchaban? ¿Cuántos acudirían seguramente a tratar de conseguir alguna curación, algún buen lugar como Santiago y Juan en el banquete celestial?

Creo que en estos días de retiro, María, la madre de Jesús y madre nuestra, ha venido a buscarnos a nosotros, que intentamos ser «otro Cristo en la plenitud sacerdotal». Seguramente, luego de despachar a la multitud que le rodeaba —porque de seguro no todos le escuchaban como sucede hoy en las homilías— el Señor atendió con gusto a su madre, ejemplo sublime de escucha y puesta en práctica de la Palabra. A ella le pedimos que, en estos días de ejercicios sacerdotales, se mantenga a nuestro lado para animarnos a regresar con la muchedumbre de fieles... Por cierto, a la enferma grave por la que me sacaron del Santísimo no la puede atender, pues se estaba bañando —nada grave como mi hicieron creer— y yo tenía que regresar a la siguiente Misa. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 22 de septiembre de 2025

«Desde el Refugio, en ejercicios espirituales»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


Escribo mi reflexión desde el hermoso rinconcito de la naturaleza que se goza en «El Refugio», la casa de retiros del presbiterio de Monterrey y en la que nos encontramos el padre Carlos Careaga, un servidor y 50 sacerdotes más en ejercicios espirituales. El padre Carlos participa porque es decano y, el decanato del que está al frente, está en esta tanda de ejercicios. Yo me encuentro aquí como parte de la comisión del clero, colaborando en la pastoral sacerdotal con el gusto de servir y acompañar a mis hermanos sacerdotes. Recién desembarcado de Turquía y Grecia paso ahora, de los días del descanso corporal al descanso espiritual.

El Evangelio de hoy (Lc 8,16-18), bastante corto por cierto, da luz a mi ser y quehacer de estos días. En este Evangelio se lee que «nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz». Esto me hace ver que, como sacerdotes, no podemos ocultar la luz de la fe como si se tratara de un asunto privado. Todo sacerdote, incluso recién ordenado o de largo kilometraje, como yo, con 36 años de ordenado, ha recibido mucho y, por lo tanto, hay un gran compromiso de dar. Porque no sea que nos acaben quitando lo que creemos tener que definitivamente no es para nosotros, sino, por la caridad pastoral, para los demás... «al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener.»

Los sacerdotes, como todo bautizado, tenemos necesidad de renovar nuestra relación con Dios, y eso para poder ofrecer un servicio de mayor calidad a los hermanos. Es importante poder disfrutar de unos momentos intensos de oración sosegada, de oración permanente, de oración transformadora, de tal manera que recarguemos las pilas. Se trata de que seamos conscientes de que no podemos quedarnos atrapados —por así decir— en la actividad pastoral de cada día, sino de responder al proyecto de Dios sobre nuestra vida y servir con alegría siendo discípulos–misioneros, testigos del Evangelio. Si los sacerdotes no hacemos un espacio para vivir en intimidad con Jesús, no sabremos actuar ni expresar nuestro servicio al estilo de Jesús. Encomiéndenos al cuidado de María Santísima en estos días, para que ella nos siga enseñando a amar a Jesús con todo el corazón y a entregar la vida por Él, con Él y en Él. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 21 de septiembre de 2025

«La vida, un instante para compartir lo que somos, lo que hacemos, lo que tenemos»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


Regreso a escribir mi mal hilvanado pequeño pensamiento luego de un tiempecito de ausencia por haberme tomado unos días de descanso, aprovechando para visitar con el padre Rolando, entre otros lugares, la casita en donde la tradición asegura que San Juan mantuvo consigo a la Santísima Virgen María en sus últimos días de vida en Éfeso, en la lejana Turquía e ir de allí, en barco a Patmos, la isla griega en la que el apóstol y evangelista, en el pasaje de Apocalipsis 1,9 declara: «Yo estaba en la isla llamada Patmos, a causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo» y escribió el Apocalipsis. Dos naciones, dos culturas... dos espacios en donde pudimos palpar la presencia, en Turquía, de las suntuosas mezquitas de la religión Musulmana con sus imponentes minaretes y, en unas cuantas islas griegas, el arraigo de la tradición cristiana de la Iglesia Ortodoxa.

Y regreso con una noticia impactante para mí, que en las mañanas, luego de rezar y al estar tomando ordinariamente el café espresso matutino con la media fruta y las nueces antes de ir a entrenar, veo el telediario matutino con una de las conductoras más destacadas de Monterrey, Débora Estrella, que ayer falleció en un inesperado accidente en una minúscula avioneta de acrobacias en mi querido municipio de García, aquí en la periferia del Sultana del Norte. La destacada comunicadora encabezaba este noticiero desde el 2018 y Telediario en la Selva de Cemento durante los fines de semana. No puedo dejar de pensar en ella al releer el Evangelio de este domingo y toparme de frente con el comunicador más excelente de todos los tiempos que sabía cómo sorprender y captar la atención de su público. Por supuesto me refiero a Nuestro Señor Jesucristo, que, hablando en parábolas —a veces un poco incomprensibles a primera vista como la de hoy— nos comunica lo que el Padre Eterno —a quien los musulmanes llaman Alá— quiere de nosotros. Con la parábola de hoy (Lc 16,1-13) Cristo nos lleva a pensar en las riquezas de este mundo que todos tenemos de una o de otra manera. 

Para explicar esto me pongo como ejemplo, porque no pudiera haber hecho este viaje maratónico de quince días si un matrimonio generoso no me hubiera regalado pasajes y estancias en aviones y barco y si una persona muy querida tuviera la posibilidad de otorgarme por mi aniversario de ordenación y cumpleaños, el dinero para subsistir tantos días. Cierto que todos vamos a pasar por este mundo que dejaremos de forma trágica como Débora o quedándonos dormidos con el beato Juan Pablo I, pero mientras tengamos algo que compartir, hemos de pretender «hacernos amigos» con el dinero, haciendo el bien, en vez de acumular poder. El administrador de la parábola no es de ninguna manera un «ejemplazo» por lo que hacía, sino por la decisión que tomó. Se fue a lo más práctico, a lo más justo y a lo más positivo que los cristianos debemos hacer con los bienes que Dios nos ha encomendado en este mundo. No se puede hacer amigos, si no es compartiendo los bienes. Esta es la mejor manera de usar las riquezas. Lo contrario, además de ser un escándalo en la perspectiva del Reino, nos cierra el futuro que está en las manos de Dios y que marca que, nuestro andar en este mundo, acabará en el momento menos esperado. Que este Dios misericordioso y generoso le permita a Débora Estrella y a cada uno de nosotros, contemplar su rostro. ¡Bendecido domingo... nos vemos en Misa!

Padre Alfredo.

martes, 26 de agosto de 2025

LA MISERICORDIA, LOS SALMOS, EL TIEMPO... Un tema de retiro con los salmos.


El mensaje de la misericordia divina atraviesa toda la Sagrada Escritura. El Antiguo Testamento utiliza para la compasión y la misericordia un mismo término: «rehamîm» que significa vísceras. Esta palabra deriva de rehem, que denota el seno materno, por eso puede aludirse con ella a las entrañas de la persona En sentido figurado expresa un sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a dos personas. El segundo término es «hesed» que es sinónimo al anterior. Asimismo, existen las palabras «sonhanan» que manifiesta mostrar gracia, ser clemente, «hamal» que expresa compadecer, perdonar y, por último «hus» que significa conmoverse, sentir piedad. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, las entrañas de la persona, las vísceras, son tenidas por la sede de los sentimientos. Las entrañas simbolizan la misericordia que brota del corazón. El verbo en griego es «splagchnisomai», que significa literalmente sentir lástima, sentir compasión; es un verbo cargado de misericordia y de  ternura (se le conmueven las entra conmueven las entrañas). 

Más tarde, este vocablo se convirtió en traducción del término propiamente hebreo que ya mencioné: «hesed», o también hen, que ha devenido determinante sobre todo para la caracterización de la misericordia. La misericordia únicamente puede ser entendida tomando también en consideración el concepto bíblico de «corazón» (leb, lebab; kardía) que se relaciona particularmente con las entrañas y por lo mismo con los sentimientos de cercanía, de adhesión, de afectividad. 

En la Biblia, el corazón no designa solo un órgano de importancia vital para el ser humano. Desde un punto de vista antropológico denota el centro de la persona, la sede de los sentimientos y del juicio. La Biblia da un paso más aún y habla teológicamente también del corazón de Dios. Afirma que Dios elige personas a su gusto o según el dictado de su corazón (cf. 1 Sm 13,14; Jr 3,15; Hch 13,22). Habla del corazón divino, que se entristece por el ser humano y sus pecados (cf. Gn 6,6), y dice que Dios pastorea a su pueblo con corazón íntegro (cf. Sal 78,72). 

En el Antiguo Testamento, sobre todo en los salmos, está la prueba que refuta concluyentemente la reiterada afirmación de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios celoso, vengativo e iracundo; antes bien, desde el libro del Éxodo a los Salmos, el Dios del Antiguo Testamento es «clemente y compasivo, paciente y misericordioso» (Sal 145,8; cf. Sal 86,15; 103,8; 116,5). 

El libro de los Salmos, siempre ha suscitado una fuerza de atracción extraordinaria, porque en él se encuentra una amplia gama de sentimientos humanos que se entrecruzan con los sentimientos de Dios: alegría y alabanza, tristeza y angustia, fortaleza y debilidad, victoria y derrota, confianza y desaliento. 

Desde los primeros siglos de la Iglesia, se empezaron a leer los salmos en clave cristológica, considerándolos como la voz del Cristo total, cabeza y cuerpo. El mismo Cristo resucitado, en su aparición a los discípulos, había señalado a los salmos como clave para reconocerlo vivo y operante en la Iglesia: «Estas son las palabras que yo les dije cuando estaba todavía con ustedes: que era necesario que se cumplieran todas las cosas escritas acerca de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Entonces les abrió la mente para comprender las Escrituras (Lc 24,44).  

La fascinación por los salmos ha llegado a nuestros días en un tesoro: La Liturgia de las Horas. La misericordia, es una de las características divinas que el libro de los Salmos pone en evidencia. La Iglesia, en el rezo de la Liturgia de las Horas, tiene que alabar con los salmos la inagotable misericordia divina y anunciar a Dios como «Padre compasivo y Padre de todo consuelo» (2 Cor 1,3) que, «rico en misericordia, por el gran amor que nos tuvo, estando nosotros muertos por nuestros pecados nos hizo revivir con el Mesías,  nos resucitó y nos sentó en el cielo.» (Ef 2,4-6). “La misericordia del Señor, llena la tierra” (Sal 32,5). La Iglesia, especialmente a través de los consagrados y de laicos muy comprometidos, ha de narrar la concreta historia del Dios compasivo con los seres humanos, tal como es atestiguada en la Antigua y la Nueva Alianza; y debe presentarla del modo en que Jesús lo hizo en sus parábolas, dando testimonio del Dios que ha revelado definitivamente su misericordia en la muerte y resurrección de Jesús. 

Son muchos los salmos que expresan la misericordia de Dios en todo sentido y en toda dirección. Los salmistas nos hacen ver que toda la creación es fruto del amor de Dios; el universo entero es fruto de su amor. Dios no creo el mundo para Él; lo hizo porque quiso compartir la gloria de su amor misericordioso y las bendiciones del cielo con criaturas semejantes a Él. Lo hizo porque Él es amor. Ya lo decía el Papa Francisco en el título de uno de sus libros: «El nombre de Dios es misericordia». En el libro de los Salmos, y no solamente en el salmo 8 sino en muchos otros, los poetas y cantores nos dicen que no solo creó Dios al mundo, sino que, además, lo mantiene para que nosotros veamos ese amor de Dios en esa naturaleza que se desarrolla; cuando contemplamos una planta, un rosal, un atardecer, un río  y vemos la perfección de la creación aún en los insectos más diminutos, es Dios que nos comunica su amor y su misericordia, manifestándome su grandeza y perfección. 

«Como un olivo frondoso en la Casa de Dios, he puesto para siempre mi confianza en la misericordia del Señor» canta el salmista (Sal. 52, 10). «Porque tu misericordia se eleva hasta el cielo y tu fidelidad hasta las nubes» (Sal. 109, 16). Los salmos reflejan claramente la convicción y la vivencia, por parte del creyente, de la misericordia de Dios. En todos ellos, la misericordia es el hilo conductor. Como muestra podemos ver: el salmo 136, en donde el salmista repite con insistencia: «Su misericordia es eterna»; el 103 (Vg 102=), que habla de la ternura del Padre por sus hijos; el más conocido, el 51 (Vg 50), conocido también como «El Miserere» y por último el 130 (Vg 129) en el que el salmista implora la divina misericordia. 

El salmo 136, no hace teoría de la misericordia de Dios, sino un recorrido de hechos de misericordia por parte de Dios para con su pueblo. El salmista recorre maravillado las manifestaciones concretas de la bondad inconcebible de Dios mientras el pueblo repite a cada estrofa: «porque es eterna su misericordia»: El Creador: “hizo sabiamente los cielos”, “afianzó sobre las aguas la tierra”, “hizo lumbreras gigantes”, “el sol que gobierna el día”, “la luna ”... La liberación de Egipto: “Él hirió a Egipto en su primogénitos”, “Y sacó a Israel de aquel país”, “Con mano poderosa, con brazo extendido”, Él dividió en dos el mar Rojo”, “Y condujo por en medio a Israel”, “Arrojó en él al Faraón”. El Éxodo y todos los episodios hasta asentarse en la tierra promisión y los avatares de su historia: “Guió por el desierto a su pueblo”, “Hirió a reyes famosos, dio muerte a reyes poderosos” “Les dio su tierra en heredad”, “En heredad a Israel su siervo”, “Y nos libró de nuestros opresores”. Acaba el salmista reconociendo que la misericordia de Dios sigue actuando: “Él da alimento a todo viviente” y pide un nuevo agradecimiento “Dad gracias al Dios del cielo/ porque es eterna su misericordia”. 

En razón de la misericordia, todas las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La misericordia hace de la historia de Dios con Israel una historia de salvación. Repetir continuamente «eterna es su misericordia», como lo hace el salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande hallel como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes. 

Este fue el último salmo que Jesús cantó en unión de sus Apóstoles. Ningún bautizado puede ignorar que la misericordia de Dios está concentrada en Jesucristo. Antes de la creación Dios dispuso darnos su gracia por medio de Jesucristo. Él es nuestra salvación, nuestra gloria para siempre.   

Antes de la Pasión, el Señor oró con este salmo de la misericordia. Lo atestigua San Mateo cuando dice que «después de haber cantado el himno» (26,30), Jesús con sus discípulos salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de Él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este salmo, lo hace para nosotros, consagrados, aún más importante y nos compromete a incorporar este estribillo en nuestra oración de alabanza cotidiana: «Eterna es su misericordia». 

Al repasar en nuestra oración de la Liturgia de las Horas las maravillas de Dios en este salmo, le pedimos ser capaces de descubrir en nuestra vida consagrada y en la de nuestros hermanos su infinita misericordia. 

El salmo 103, nos presenta un pecador perdonado que sube al Templo para ofrecer un «sacrificio de acción de gracias», durante el cual hace un relato del favor recibido. Acompañado de una muchedumbre de amigos, a los que invita a tomar parte de su acción de gracias, hace un himno al amor de Dios, al Dios de la Alianza. En este pecador habla todo Israel que ha sido perdonado con «amor» y con «ternura» exquisita.  

Jesús no hará otra cosa que tomar las palabras de este salmo: «con la ternura de un padre con sus hijos»… «Padre nuestro, perdona nuestras ofensas». Y el resultado de este amor, ¡es el perdón! Se puede percibir en estas líneas la parábola del «Hijo pródigo». Se escuchan ya estas palabras: “Amen a sus enemigos, entonces serán hijos del Dios Altísimo, porque Él es bondadoso con los malos». 

La alegría estalla en este salmo. Al recitarlo, uno debe dejarse llevar por su impulso alegre, que invita a todos los ángeles y a todo el cosmos a corear su acción de gracias. Cuando oramos, todo el universo ora en nosotros. ¡Sí, el hombre es grande, él es el cantor del universo! Y, sin embargo, ¡qué frágil es el hombre! como la hierba que florece por la mañana y se marchita por la tarde. La maravilla de este salmo, y de toda la revelación bíblica, es precisamente esta debilidad del hombre que atrae el amor de Dios: Un amor misericordioso, un amor eterno, desde siempre y para siempre. Amor fuerte, poderoso, todopoderoso… más fuerte que la muerte. Amor que suscita una respuesta libre y alegre. La sumisión que Dios quiere no es la de un esclavo que tiembla, sino la de un hijo que es feliz de haber sido perdonado. 

El más conocido de todos los salmos, junto con el 23 (Vg 22) del Buen Pastor, es sin duda alguna el número 51 (Vg 50), que está dedicado a David. El pecado del rey (2 Sam 11.12), que hizo matar a Urías para tomar a su mujer Betsabé, y el arrepentimiento admirable de David, son el símbolo del “mal” y del “perdón”. El grito de arrepentimiento que se expresa aquí es de gran pureza; este pecador se siente desgraciado únicamente por su pecado, por la ofensa a Dios. El pecado no está abandonado a sus remordimientos, él está “ante alguien” que lo ama. Todo se origina en el amor. Veinte verbos en imperativo se dirigen hacia Dios en esta alabanza. Y cada uno indica que Dios va a obrar en favor del penitente para “borrar”, “lavar”, “absolver”, “purificar”, “renovar”… 

Para hacer comprender la maravilla del perdón de Dios, Jesús “inventó” la parábola del “Hijo pródigo”, y espontáneamente utilizó expresiones de este Salmo 50: “he pecado contra el cielo y contra ti”… Al instituir el Bautismo: “lávame, quedaré más blanco que la nieve”. 

El salmista sabe dónde están las raíces profundas del mal. Él se sentía aplastado por el peso de los determinismos. Consciente del mal que había hecho, el rey David —a quien se atribuye este Salmo— se sentía incapaz de realizar la reparación tan deseada. Por eso pide la intervención de Dios. Descubre que la raíz del pecado, antes que la culpabilidad personal, está en la misma condición humana: “en la culpa nací, pecador me concibió mi madre”… 

El verdadero arrepentimiento es el que agrada a Dios. No es Dios quien gana al reconocer nuestro mal, el pecado es una autodestrucción. Los que salimos ganando somos nosotros cuando, como David, somos perdonados y recibidos con el amor del Padre en comunión. Lo que Dios quiere, dice el salmo, es que tengamos un corazón nuevo, una vida nueva. Por eso, cuando la vida del hombre vuelve a embellecerse, puede estar feliz y cantar en acción de gracias. El sacramento de la Penitencia nos hace redescubrir la alegría del perdón y la celebración festiva de la misericordia de Dios. 

El salmo 130, es uno de los «salmos penitenciales» de la liturgia. La súplica del autor inspirado, está angustiada de pena y humildad. “Desde lo más profundo te invoco, Señor”. El reconocimiento del propio pecado se une a la confiada seguridad de alcanzar el perdón divino. “En el Señor se encuentra la misericordia”. Por tanto, su rehabilitación espiritual sólo depende de la misericordia infinita de su Dios, y así es como él, confiado en su bondad, implora perdón y protección para él y para su pueblo. 

Los sentimientos de profunda humildad contrastan con la ciega esperanza en la misericordia divina. El salmista, lejos de sentirse abandonado de Dios, se apoya en la conciencia de su propia indignidad, para acercarse al Señor, es decir, él no se siente para nada alejado de su Dios, por esa razón toma fuerzas de su debilidad para acercarse confiadamente al que le puede rehabilitar en su vida espiritual. Los atributos y las promesas divinas le dan pie para fundar su esperanza: «Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su Palabra» exclama. 

El salmista se siente desbordado en un abismo de inquietudes y de pesares; por eso, desde lo profundo de su aflicción se dirige a su Dios para que le preste auxilio, rehabilitándolo en su vida de amistad con Él. En realidad, su esperanza está en su misericordia y su prontitud al perdón, pues si no olvida los pecados y los guarda cuidadosamente en su memoria, reteniendo la culpabilidad de los hombres; “¿quién podrá subsistir?”, ¿quién podrá subsistir o mantenerse incólume ante su tribunal? Nadie puede hacer frente a las exigencias de la justicia divina; “Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido”.  Pero la medida con que trata a sus siervos no es la de la justicia, sino la de la extrema indulgencia; “Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. Como el centinela espera la aurora, espere Israel al Señor”, invitándoles así a un temor reverencial basado en el agradecimiento del que ha sido perdonado; “Él redimirá a Israel de todos sus pecados” 

Basado en esta indulgencia del Señor, el consagrado, al recitar este salmo, unido a los sentimientos del salmista, espera en Él con impaciencia y ansiedad más que los centinelas por la aparición de la aurora para ser relevados de su puesto de vigilancia; “Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra”. En esta espera ansiosa, el salmista nos representa a todos como colectividad, vejado por pueblos opresores y ansiosos de redención. La serenidad e indulgencia del Señor dan confianza al pueblo elegido para pedir su plena rehabilitación a pesar de sus numerosas iniquidades. 

Teresa de Ávila, la gran mística de la Iglesia, no teme reconocerse pecadora, pone toda su confianza en la misericordia del Señor y reza; “Ay de mí, Creador mío, que si quiero dar disculpa, ninguna tengo! ¡Ni tiene nadie la culpa sino yo! Porque si os pagara algo del amor que me comenzasteis a demostrar, no habría podido yo amar a nadie más que a Vos, y vuestro amor me hubiera librado de todos mis pecados. Mas ya que no lo merecí ni tuve esta dicha, válgame ahora Señor, vuestra misericordia (Vida 4, 4) y más adelante agrega; Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios y se ha regalado mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia (Vida 4, 10). “He contado todo esto para que se vea la gran misericordia de Dios y mi ingratitud” (Vida 8, 4). Consideremos —dice la santa— la gran misericordia y paciencia de Dios (VI Moradas 10, 4), ¡Oh, Dios mío, misericordia mía!, ¿qué haré para que no deshaga yo las grandezas que Vos hacéis conmigo? (Exclamaciones 1).,¡Oh, qué grandísima misericordia y qué favor que no podemos nosotros merecer! ¡Y que los mortales olvidemos todo esto! Acordaos Vos, Dios mío, de tantas miserias y mirad nuestra flaqueza, pues de todo sois sabedor (Exclamaciones 7). Sea su nombre bendito que en todo tiempo tiene misericordia con todas sus criaturas (Cta 440, 1)”. 

Casi al final de su vida en este mundo, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento escribe dirigiéndose a sus hijas Misioneras Clarisas (y en ellas a todos nosotros) un largo párrafo en una carta que me atrevo a compartir ahora: «Y nosotras, ¿cómo somos misericordiosas? ¿Vemos con amor de madre a las almas pecadoras para que, por nuestro sacrificio, nuestra oración, ellas se acerquen a Dios, y tengan la dicha y la paz, de vivir en su gracia? ¿Aprovechamos todas las circunstancias para hablar a quienes se nos acercan, de esta infinita misericordia? El alma misericordiosa se asemeja un tanto a la luz, que la baña con sus rayos; y no se mancha, al contrario, sale de allí más límpida y radiante, porque ha obrado un acto de misericordia, aun cuando aquella alma a la que se ha acercado sea un lodazal de pecados graves. Qué gloria para Jesús el rescatar una alma para él. ¡Le hemos costado tanto! Es la más grande gloria que le podemos dar en la tierra, ya que él dejó su cielo con el fin de rescatar al hombre caído y abrirle las puertas al cielo. Éste es también, como cooperadoras con Cristo, en su plan de salvación. No seamos tacañas, hijas. El tiempo es corto; la eternidad sin fin. Sólo este tiempo tenemos para darle gloria. Que él nos conceda llegar a la muerte pudiendo decir como san Pablo: “He continuado mi carrera, he conservado la fe etc. etc.,  no me resta sino recibir la corona que el justo Juez me ha de dar, etc.” Con qué seguridad, y a la vez audacia, dice esto el apóstol de los gentiles. Nosotras diríamos, si tenemos la certeza de haber cumplido todo lo que él ha querido de nosotras, no me resta más que recibir la corona que su infinita misericordia me tiene preparada desde la eternidad». (Abril 16, 1980).

“Paciente y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en la recitación de los salmos para describir la naturaleza de Dios que la beata capta totalmente. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los salmos, en modo particular, destacan esta grandeza del proceder divino: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia» (103,3-4). De una manera aún más explícita, otro salmo testimonia los signos concretos de su misericordia: «Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados» (146,7-9). Por último, he aquí otras expresiones del salmista: «El Señor sana los corazones afligidos y les venda sus heridas. […] El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo» (147,3.6). Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale la pena recordar que, como dijimos al principio de nuestra reflexión, se trata realmente de un amor “visceral” proveniente desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón. Un amor que se entretiene y “pierde el tiempo en mí” que me ha llamado porque con su infinita misericordia me da nueva vida.  

Viene a mi mente, una pequeña historia que ilustra claramente lo que quiero decir con este “pierde el tiempo en mí”: «Un día un caballero de edad avanzaba iba paseando por la playa cuando vio a un chico que se dedicaba a levantar estrellas de mar de la arena, para devolverlas al agua. Al notar que había cientos —o miles— de estrellas de mar por levantar, el señor con educación sonrió mientras se acercaba al entusiasta rescatista: —Oye, muchacho —dijo con tono compasivo. —No pierdas tu tiempo. Hay demasiadas. Jamás podrás marcar una diferencia. El muchacho lo miró, sosteniendo una estrella de mar en la palma de su mano, y de repente la arrojó con fuerza de vuelta al océano: Para esta, ¡sí que marqué una diferencia! —exclamó, y luego siguió con su misión.» 

Es muy probable que en ocasiones sintamos que Dios pierde el tiempo con nosotros, que el poco o mucho esfuerzo que hacemos de nada vale. Oiremos algunas vocecillas que parecen gritar en tono burlón: “Déjalo ya. No podrás cambiar las cosas. ¿Qué diferencia habrá, después de todo?”. Cuando lleguen esas voces de duda, escuchemos a los salmistas y recordemos que no podemos hacerlo todo, pero sí podemos hacer algo. Cada estrella de mar, cuenta. 

Al recitar los salmos, resulta impresendible pensar en María, la Madre de Misericordia que nos acompaña en el camino de paz y del perdón. Decía un anciano sacerdote: «Si encontramos cerrada a cal y canto la puerta del cielo por el castigo que merecen nuestros pecados, la Virgen ayudará a sus devotos a saltar por la ventana». Y concluía con gran énfasis: «Sí, hermanos, ¡la Virgen es la ventana del cielo!» 

Sí, en la vida de todo bautizado que va en busca de la misericordia, resulta imprescindible la presencia de María, de su inmensa ternura maternal; porque el Señor, que conoce el corazón de carne que nos ha dado, nos ha dejado a su Madre para que fuese también nuestra Madre. Por eso la ha formado tan cercana, tan hermosa y tan llena de ternura. Y esta criatura excepcional que es María se ha identificado tanto con la misericordia divina que casi no podemos distinguir ambas.  

María se ha impregnado tanto de la misericordia divina que se ha “misericordializado”. No como una puerta de escape ante la justicia divina sino como una ventana para que Dios extienda sus brazos misericordiosos hacia nosotros. Es la misericordia divina que recala en su corazón y lo rebosa para regar y fecundar la aridez del corazón humano. Y así los discípulos de Jesús e hijos de María vemos su rostro tal como nos lo describe Jan Dobraczy-siski en su libro “Encuentros con la Señora” sobre el santo icono de la virgen de Czestochowa: «Esta cara no tenía la altivez del rostro de Juno, ni la soberbia del de Minerva, ni la sensualidad de Venus. Los dioses romanos tenían rasgos muy humanos, llenos de pasiones... No era así la cara de la Señora; en Ella cada cuál podía encontrar un rasgo querido, amable. Tenía algo más que bondad, algo más que una inmensa paz; un elemento que atraía a quien la miraba y hacía que se recordara siempre con nostalgia». 

CUESTIONARIO. 

·         ¿Qué ha sido en tu vida, la Divina Misericordia? 

·         ¿Hasta cuándo el Señor fue para mí un Dios desconocido? 

·         ¿Cómo entiendes la misericordia de Dios en los salmos? 

·         ¿Encuentras diferencias entre amor y misericordia de Dios? 

·         ¿En qué consisten? 

·         ¿Encuentras alguna relación entre misericordia y perdón? 

·         ¿Hay alguna característica sin la cual no hay misericordia? ¿Cuál? 

·         Entre amor y misericordia de Dios ¿Cuál de las dos la sientes más cercana a ti? 

·         ¿Cómo podemos vivir mejor la misericordia de Dios con ayuda de los salmos? 

Padre Alfredo.

«¡VAMOS MARÍA!... El documental que todos deberíamos ver

lunes, 25 de agosto de 2025

«Un saludo, una alegría inmensa»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


Empiezo a escribir en el aeropuerto de Monterrey y termino casi a media noche en la Perla Tapatía, pues las andanzas de un padrecito «intenso», como me dicen algunos, me traen tres días a Guadalajara. Me topo hoy con el inicio de la Carta de San Pablo a los Tesalonicenses (Tes 1,1-5.8b-10) en la primera lectura. Esta carta es el documento escrito más antiguo de la cristiandad y el primer libro del Nuevo Testamento, por tanto, se trata de un escrito realizado antes de los cuatro evangelios. Todos sabemos que San Pablo no conoció a Jesús. No convivió con Él. Pero en esta carta vemos el cambio que se produjo en su vida personal, el encuentro con el Resucitado camino de Damasco. En ella observamos la fuerza que tenía para el Apóstol de las Gentes la figura de Jesús. Esta es una carta de las cartas más interesantes en la que el autor sagrado nos invita a descubrir cómo cambia la vida y el pensamiento de las personas después del encuentro con el Señor. Se las recomiendo leerla toda. ¡De verdad goza uno leyéndola!

Asumiendo el género epistolar, San Pablo comienza esta carta con un saludo, expresa cómo está, y anima a los creyentes a seguir viviendo la fuerza que tiene la fe que manifiestan. Timoteo y otros varios le informan de cómo está la comunidad. Después del saludo de todos expresa su alegría de cómo se siente él ante esas informaciones. Expresa sentimientos que provocan en él una respuesta agradecida. Y dirige una oración al Padre Dios, dándole gracias. Creo que especialmente Pablo da gracias porque va hacia el recuerdo de que, cuando llegó por primera vez a esta comunidad, encontró en ella un pueblo poco receptor y ciertamente ajeno a la alegría del Evangelio. Ahora, que escribe desde lejos, el Apóstol da gracias a Dios por lo que, a través de su vida y su predicación, ha hecho en esa comunidad.

Por eso San Pablo les recuerda cómo, cuando estaba con ellos, todo lo hacía para bien de ellos. El anuncio de lo dicho y hecho por Jesús se lo comunicó para que se apartaran de la idolatría y centraran su vida en Jesús, que es quien da sentido a la vida y nos libera de la muerte. Si Cristo nos amó y entregó su vida por nosotros, eso tienen que hacer y tenemos que hacer en vida. Y si esto fue triunfo de su vida, resucitando, también resucitaremos. Pablo les dirá: para que no se aflijan como los hombres sin esperanza y, por tanto, consuélense mutuamente con esta realidad. Yo, por mi parte, al ver estas cartas paulinas, recuerdo también algunos de esos lugares que en el inicio de alguna misión no recibieron —muy bien que digamos— el mensaje y poco a poco fueron reafirmando su fe. Que la Virgen de Zapopan, a quien siento aquí muy cerquita en estas tierras tapatías, nos ablande, como buena Madre, el corazón para recibir las enseñanzas de su Hijo con la misma enjundia que San Pablo lo hizo. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.